miércoles, 31 de agosto de 2011

Uno y el mismo verso

Todo empezó una tarde de viernes a bordo del 146. Cada vez que se acuerda, una sonrisa le adorna la cara. Incluso cuando me lo contó, lo hizo con una alegría inmensa.
Me contó que la vio de casualidad. Un conductor insultaba al chofer del bondi, y cuando apartó la vista del libro que leía para ponerle rostro al puteador, estaba ella. Serena, preciosa, apenas arreglada y con las mejillas algo coloradas. Primero pensó que vendría del gimnasio, luego descubrió que ese era el color normal de su cara. Tan linda, con esa belleza casi angelical que tienen algunas mujeres. Nunca vimos un ángel, pero el término belleza angelical se entendió cuando lo dijo, y como suma al relato lo trascribo. De cabello rubio, muy finito.
No me animé a hablarle ese día- me dijo- pero nos miramos a los ojos varias veces. Si yo la miraba, ella me estaba mirando.
Semanas enteras esperando el viernes, día en el que saliendo de la facultad, la encontraba en el 146. Hubo veces en las que, siguiendo vaya a saber que instinto, dejó pasar uno, o dos, y al subirse, ahí estaba ella. Eso es el destino en todo su esplendor. Sentadita, sola, con la mirada distraída. ¡Esperando verlo!- me aseguró.
Era maestra de primaria, el delantal blanco con voladitos la delataba. Le calculó la misma edad que él. Hasta en eso coincidían. A veces iba escuchando música.
Ya se imaginaba el momento de presentarla en su casa, a sus amigos, yendo juntos al parque Centenario a tomar mate. Ah, me olvidé de mencionar lo más importante: se bajaba en la misma parada que él, por lo tanto no viviría muy lejos. ¡Además eran vecinos! ¡Cuantos temas en común para charlar!
Viernes a viernes, las miradas se prolongaban más, incluso hubo una vez en la que trató de sonreirle, pero ella desvió la mirada justo a tiempo...

No se acuerda qué fue lo que lo motivó a hacerlo, cree que una buena noticia sobre la materia que estaba cursando, o una victoria del club de sus amores. La cuestión es que finalmente le hablaría.
Pasaron los viernes, sin embargo, y su actitud seguía siendo la del principio. Un tipo que se refugia en su libro cada vez que ella le sostenía la mirada. Paciente el destino, varias veces hizo bajar a quien se sentaba al lado de ella, parecía decirle: ¡Dale mamerto, sentate y decile algo!
Pero él también es algo tímido, después de todo, de no haberlo sido le hubiera hablado de entrada. Y ella, lo primero que hacía cuando se bajaba su compañero de asiento, era mirarlo, invitándolo con la mirada. Seguro que es de esas que no dan el primer paso- me dijo que pensó- de las que gustan de los galantes, o machista quizás. Tan linda, cada día más linda. En una ocasión, un acto patrio seguramente (dato que tampoco recuerda con exactitud) ella estaba radiante, con apenas un leve delinear de sus ojos, y el cabello un poco arreglado. La mujer de su vida, pensaba, y la idealizaba más y más, con el paso de los viernes. Pero como dije más arriba, la decisión de hablarle por fin estaba más o menos tomada.
Y pasó, un viernes finalmente le habló. Recuerda con detalle que se paró al lado suyo en la puerta del medio (siempre se bajaba por la opuesta a la que lo hacía ella). Quiso hacer contacto visual pero ella aparentaba no verlo. Sutil, se imaginaba que seguramente lo haría hablar durante horas antes de aflojarle un beso. Un perfil hermoso, perfecto (siempre le gustó admirar las simetrías en los rostros de sus amadas. Cada loco...). Estando al lado de ella pudo oler su perfume, delicado, femenino, una delicia. Pensó en los abrazos de bienvenida y de despedida, oliendo esa fragancia. Sonrió al verle unas incipientes patas de gallo, hecho que confirmaba su suposición acerca de la edad, y tuvo ganas de decirle que le quedaban lindas, pero no era un buen comienzo para una conversación. Timbre, lo había tocado ella, él estaba embobado y no se había dado cuenta de tocar. Haría un chiste galante con eso más tarde. Las puertas se abrieron, bajaron juntos. Se le hizo un nudo en la garganta, le temblaban las piernas, hizo de tripas corazón y dijo: Disculpame. Nada, ella seguía caminando. Hola. Recién ahí se dio vuelta. ¿Te puedo acompañar unas cuadras? Que si puedo... Que no, le contestó, y se fue apurada por San Martín.