martes, 29 de septiembre de 2009

La casa en medio de la nada


Provincia de La Pampa, RN 152, kilómetro 690 (o 693, o 641) entre General Acha y Santa Rosa. Hay dos hombres sentados frente a su casa, situada a unos 300 mts de la ruta. Uno apoya los antebrazos en el respaldo de una silla de madera, gastada por el uso y mordidas las patas por los panzudos perros, el otro reposa en el suelo. De vez en cuando vuela un mate de una mano a la otra, en cámara lenta. A los costados el paisaje chato los aleja más de todo. Ven pasar los autos a toda velocidad, en busca de descanso y paz. Contentos y cantando en sus asientos de cuero los turistas los miran, durante unos segundos se ven (o creen hacerlo) a los ojos. Dura casi nada el mágico momento en que cambiarían todo por vivir la vida del otro, o tal vez menos. En seguida se dan cuenta que están más atados de lo que creen a lo que tanto odian, lo terminarían extrañando.

Un auto gris pasa a toda velocidad (¿de qué otra manera podría ser?) y sale despedido desde la ventanilla del acompañante un paquete de tamaño mediano, envuelto en papel madera, que cae pesadamente al costado de la ruta, ahuyentando a un grupo de gorriones que picoteaba una galletita arrojada instantes atrás, desde otro auto gris. Los hombres se miran con asombro, sueltan una palabra, o varias.

El de la silla se pone de pie, le pasa el mate a su compañero y emprende la marcha, lenta y tranquila hacia la ruta, ante la mirada atenta del que sigue en el suelo. Los gorriones vuelven a su galletita al unísono, en una perfecta vuelta en U, sin chocarse ni arrimarse demasiado las plumas, demostrando porque esa maniobra está prohibida solo para nosotros. Algunos curiosos se acercan al misterioso bulto, al que no le encuentran interés alguno y abandonan en seguida. Ya al lado del paquete el hombre lo toma con ambas manos, rasga el papel y descubre en su interior una bolsa de plástico transparente, duda unos instantes, solo unos instantes, ya seguro de lo que tiene entre manos cae redondo al piso, espantando a los gorriones.

El de la silla levanta las cejas, le pide el mate a su compañero y se pregunta que será lo que tiraron. El otro le pasa el mate y se pone de pie, se clava las manos en la parte baja de la espalda y se estira haciá atrás, haciendo sonar los huesos de la columna. Revolea la cabeza de manera brusca, primero a la izquierda, después a la derecha. Mete las manos en los bolsillos y se dirije hacia el paquete. Algunos gorriones picotean infructuosamente el envoltorio, tratando de abrirlo. Vuelan espantados ante la cercanía del hombre, que frente al petate arruga la cara y se rasca la cabeza. Apenas lo toma entre sus manos recibe una puntada infecta en la nariz, sin abrirlo lo arroja lo más lejos que puede al otro lado de la ruta. Algunos pájaros se aventuran a recoger los pedazos que se derraman en la aparatosa caída.

Ambos se ponen de pie, uno apoya el mate en el suelo y el otro hace lo mismo con la pava.
Uno con las manos en los bolsillos y el otro con la mirada en un chofer de micro que se viene durmiendo, mientras el copiloto juega con su teléfono celular. Están de acuerdo en que va a ser un lindo día, las nubes parecen haberse ido a decorar otros paisajes.
Agarran algunas piedras y apuestan un cigarrillo a que son capaces de pegarle a alguno de los gorriones que se amontonan alrededor de la galletita. Ninguno gana la apuesta. Una vez que dejan de caer piedras, los gorriones vuelven a la galletita.
El que estaba en el suelo recoge el paquete y lo sacude. Tratan de adivinar su contenido y apuestan otro cigarrillo, ríen de lo que vaticinan habrá adentro. Una vez abierto el paquete la carcajada estalla, espantando a los gorriones.

Un auto gris pasa a toda velocidad...

-¿Quebrán tirado ahí che...?
-...css...

jueves, 24 de septiembre de 2009

Fricciones

El cartel era un pedazo de chapa, o de cartón grueso, o una lámina de algún tipo de madera. Clavado en lo alto de un árbol anunciaba: "No me olvide, a 100 mts". Quizás sin coma, quizás con un tilde que no fue puesto por olvido, o por ignorancia. Una flecha indicaba la dirección a seguir, puesta allí como al descuido, dejando en duda la veracidad de que a 100 mts hubiese algo, sea lo que fuere.
La angosta calle de tierra rocosa, apretada por altos árboles a ambos lados, zigzagueaba subiendo y bajando, atenta a los accidentes de la zona montañosa.
Altas y frondosas las copas de los árboles tapaban la iluminación dispuesta por la municipalidad- cuando no fallaba alguna lámpara- dándole una oscuridad envolvente al camino. No es lo mismo correr alrededor del llano que ofrece la Facultad de Agronomía, el club Comunicaciones y el Arquitectura, con apenas una leve inclinación cerca de la estación Arata, a las empinadas subidas y bajadas de Bariloche. Tampoco es igual el olor a humo y a mierda de gato- y por qué no de vacas y caballos- al aire frío de montaña, que duele cuando entra por la nariz, que te infla los pulmones y te empuja los mocos para afuera.
Eran las 8 cuando empecé a correr, y veinte cuando vi el cartel, y para ese entonces el sol se escondía detrás del cerro, como pidiendo permiso.
"No me olvide" un pedazo de tronco tallado se embutía en una cerca baja de madera e indicaba el lugar. Era una casa baja, de construcción sencilla,
pobremente iluminada su fachada por una tímida lamparita, en el fondo se veían un par de hamacas olvidadas, de la chimenea salía un pequeño hilito de humo. Seguí cuesta arriba por el sinuoso camino, esperando con impaciencia el declive, las rodillas ya empezaban a mandar señales de alarma "ya no tenemos 15 años" parecían decir "20 tampoco" me recordaban los muslos. El camino se cerraba cada vez más, los árboles parecían crecer algunos metros con cada minuto que pasaba.
Un ovejero alemán y un labrador aparecieron delante de mí, con los dientes afuera y la cola erguida, más asustados que yo, pero también mejor preparados para el cuerpo a cuerpo. Abrí los brazos- con la idea de aparentar mayor envergadura- y emití un sonido grave, una mezcla de palabras, una súplica con tono de grito de guerra. Me ladraron desde lejos y desaparecí de sus vidas.
El aire puro me empujaba a seguir, el reloj me avisaba que llevaba 40 minutos de carrera, me invitaba a dar otra vuelta para completar la hora, decidí hacerlo. Muy a pesar de que la oscuridad me hacía forzar la vista, el piso borroso me empezaba a producir mareos, y el silencio natural a mi alrededor me estremecía. Me quité los auriculares que me cantaban "Postal nocturna" y me concentré en el entorno. Ningún perro ladraba ya, el único ruido que se escuchaba era el de las piedras friccionando unas con otras bajo la suela de goma de las zapatillas. Los mocos me hacían tironear, jadeaba, el sudor me corría por las sienes. La luna se tapó con una nube, como arropándose con ella, los árboles rieron, y el camino se escondió aún más en ellos.
La sensación de que alguien te está mirando la conocí a través del cine, creo que era la primera vez que la sentía en carne propia. Me vino a la mente el extraterrestre de "Depredador" oculto espiando entre la maleza, pero lejos de reirme de mi ocurrencia apuré un poco más el paso. Otra vez el cartel, apenas visible ahora, me pareció ver la flecha aún, de refilón como dicen, aunque se me antojó que en vez de una flecha había una cara sonriente, pero que sonreía con malicia, no con alegría. Desde el cartel hasta la casa baja, de construcción sencilla, la oscuridad era total, el miedo empezó a tironearme de la campera -¿miedo de qué?- son solo 100 mts- pensé. A lo lejos vi la débil luz que clareaba una porción de sendero, ya más cerca de ella disminuí el paso, envalentonado por la seguridad que brinda la luz. Ya iluminado por completo por la pequeña lamparita empecé a caminar. Algo se me clavó con violencia en el muslo derecho, ingresó por atrás y perforó de lado a lado la pierna blanca de mi bermuda albiceleste. Fue desde allí y desde el tobillo que me tironearon al costado del camino, al pie de los infinitos árboles.


Foto: Mía

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Eramos pocos...

El día jueves 9 de septiembre de 1982, vine en compañía de mis hijos, hasta ese momento dos, de mi esposo y del muchacho que trabaja con él, al hospital para que el médico me practicara la revización quincenal de mi embarazo. Pero en el momento de verme, me ordena que me interne, pues ya tenía 4 cm de dilatación, y yo no podía creerlo, me entró miedo y desesperación. Pero como no tenía mucho tiempo salí a buscarlos para avisarles y para encargarles que me trajeran el bolso.

Así, de esta manera tan particular se anunció la llegada de mi tercer hijo varón, al que llamamos Sergio Darío, quién pesó al nacer 3, 600 kg y midió 55 cm. Nació a las 17:45 del día citado más arriba.

Esta carta la escribo el día sábado 11 de septiembre en la habitación 239 del Hospital Francés donde todavía estamos bajo control médico mi hijo y yo.

Sara.

1 manta
1 batita lana
1 batita fina
medias
pañal