Él iba sentado sólo, en el primero de los asientos dobles después de la puerta del medio. La verdad es que no le prestamos demasiada atención cuando subimos, pasamos junto a él a través del pasillo y nos sentamos dos filas de asientos más atrás, casi en el fondo. El colectivo traía la música típica de los domingos, familias, parejas, la charla flotaba amena entre el pasaje.
Allá por el final de Scalabrini Ortíz subió ella.
Después, cuando repasábamos los hechos, nos dimos cuenta de que él tosió ni bien la vio, y se acomodó en el asiento. Pero ella no lo vio en seguida. Hurgó su vuelto y agarró el boleto. Estuvo a punto de sentarse detrás de la máquina, en uno de esos asientos que van en reversa, pero se detuvo. Quizás un pensamiento atravesó su cabeza en ese momento: estos asientos son para los viejos; quizás era de esas personas que se marea viajando hacia atrás. ¿Quién sabe?
No soy bueno describiendo a las personas. No me sale. De ella puedo decir que pertenecía a esa clase de mujeres que son bellas. Sin importar el paso del tiempo. Poseía esa clase de belleza que el tiempo no sabe matar. De él poco podía decir al principio, porque lo vimos recién cuando se bajó. En primera instancia digo que era fornido –o rechoncho según como se quiera mirar- y que una corona de piel adornaba su cabeza.
Al principio conversaban con timidez, con la vista al frente. Ella estaba casada, y tenía 3 hijos adolescentes. Él era viudo, su mujer había muerto poco tiempo después de casarse y jamás pudo recuperarse del golpe.
Con el paso de las cuadras y el avanzar de la conversación se fueron soltando, ya se miraban a los ojos y se sonreían. Ella en un momento se permitió hacerle una caricia, él fue todo fuego durante esos dos segundos.
Él le preguntó por su familia, justo después de contarle de la muerte de su esposa, no quería que la conversación se estancara en un silencio melancólico.
Nosotros íbamos encantados, no podíamos dejar de mirar y de prestar atención a lo que se decía. Después de la caricia de ella, empezamos a organizarles un encuentro furtivo, una escapadita al pasado. Ambos coincidimos en que sería él el que le pediría el número. Se lo notaba mucho más conmovido.
Empezaron a hablar en voz baja, adivinamos que recordando algo, un episodio sexual, sin duda, de que otra cosa podría tratarse. Él remató la anécdota y ella estalló en una carcajada. En ese momento, él giró, presa del pudor, la cabeza hacia atrás para darle una ojeada a los pasajeros. Estaba feliz, un poco colorado también.
Y fue la anécdota lo último que se dijeron, ella se recobró de la risa dándose cuenta de que se había pasado. Le dio un beso rápido y se alegró de haberlo encontrado, el silencio que se produjo lo tomó a él por los hombros y le dijo que la deje, que no se baje, que no le pida el número. Ella se bajó mirándolo, dejando que él la mire mientras el colectivo se iba.
Quedamos desechos, aún sin ver la cara de él, nos dimos cuenta que aún la amaba, se le notaba en la nuca. Pocas cuadras después se rascó la cabeza y se paró para tocar timbre. Se bajó sonriente, desde la vereda nos dedicó un poco de su sonrisa. ¿Habría escuchado lo que decíamos? ¿Habría adivinado que adivinamos su historia?