lunes, 19 de abril de 2010

Todo por dos de uno veinte

Él iba sentado sólo, en el primero de los asientos dobles después de la puerta del medio. La verdad es que no le prestamos demasiada atención cuando subimos, pasamos junto a él a través del pasillo y nos sentamos dos filas de asientos más atrás, casi en el fondo. El colectivo traía la música típica de los domingos, familias, parejas, la charla flotaba amena entre el pasaje.

Allá por el final de Scalabrini Ortíz subió ella.

Después, cuando repasábamos los hechos, nos dimos cuenta de que él tosió ni bien la vio, y se acomodó en el asiento. Pero ella no lo vio en seguida. Hurgó su vuelto y agarró el boleto. Estuvo a punto de sentarse detrás de la máquina, en uno de esos asientos que van en reversa, pero se detuvo. Quizás un pensamiento atravesó su cabeza en ese momento: estos asientos son para los viejos; quizás era de esas personas que se marea viajando hacia atrás. ¿Quién sabe?

No soy bueno describiendo a las personas. No me sale. De ella puedo decir que pertenecía a esa clase de mujeres que son bellas. Sin importar el paso del tiempo. Poseía esa clase de belleza que el tiempo no sabe matar. De él poco podía decir al principio, porque lo vimos recién cuando se bajó. En primera instancia digo que era fornido –o rechoncho según como se quiera mirar- y que una corona de piel adornaba su cabeza.

El choque de sus miradas hizo ruido en sus entrañas. Ella se acercó y se acomodó, bien cerquita, para darle un beso. Nos tocó ver el perfil de él, sonriendo y entrecerrando los ojos en el roce de mejillas. Le vimos el bigote, apenas doblado por una sonrisa nerviosa. Después del beso, las miradas volvieron a agarrarse, se quedaron tomadas de la mano, en silencio.

Al principio conversaban con timidez, con la vista al frente. Ella estaba casada, y tenía 3 hijos adolescentes. Él era viudo, su mujer había muerto poco tiempo después de casarse y jamás pudo recuperarse del golpe.

Con el paso de las cuadras y el avanzar de la conversación se fueron soltando, ya se miraban a los ojos y se sonreían. Ella en un momento se permitió hacerle una caricia, él fue todo fuego durante esos dos segundos.

Él le preguntó por su familia, justo después de contarle de la muerte de su esposa, no quería que la conversación se estancara en un silencio melancólico.

Nosotros íbamos encantados, no podíamos dejar de mirar y de prestar atención a lo que se decía. Después de la caricia de ella, empezamos a organizarles un encuentro furtivo, una escapadita al pasado. Ambos coincidimos en que sería él el que le pediría el número. Se lo notaba mucho más conmovido.

Empezaron a hablar en voz baja, adivinamos que recordando algo, un episodio sexual, sin duda, de que otra cosa podría tratarse. Él remató la anécdota y ella estalló en una carcajada. En ese momento, él giró, presa del pudor, la cabeza hacia atrás para darle una ojeada a los pasajeros. Estaba feliz, un poco colorado también.

Y fue la anécdota lo último que se dijeron, ella se recobró de la risa dándose cuenta de que se había pasado. Le dio un beso rápido y se alegró de haberlo encontrado, el silencio que se produjo lo tomó a él por los hombros y le dijo que la deje, que no se baje, que no le pida el número. Ella se bajó mirándolo, dejando que él la mire mientras el colectivo se iba.

Quedamos desechos, aún sin ver la cara de él, nos dimos cuenta que aún la amaba, se le notaba en la nuca. Pocas cuadras después se rascó la cabeza y se paró para tocar timbre. Se bajó sonriente, desde la vereda nos dedicó un poco de su sonrisa. ¿Habría escuchado lo que decíamos? ¿Habría adivinado que adivinamos su historia?

jueves, 8 de abril de 2010

Si pudiera ponerle nombre lo haría, lo juro

Estaba yo sentado en un banco de la estación de Palomar. Tranquilo, tratando de interpretar alguno de mis pensamientos. El tipo de la boletería lo de siempre, gordo pelotudo, nunca me contesta el “hola”.

Me vino a la mente la imagen de una ola, abalanzándose a toda velocidad hacia un ignoto que tomaba sol descuidado. El cuerpo sudoroso, recalentado por los dañinos rayos de las 2 de la tarde, de pronto fue sumergido en un frío espumante, arenoso. Lo vi incorporarse y putear a la naturaleza. ¿En qué estaba pensando justo antes de ser atacado por el océano? Largo rato tardaría en recordarlo, o en el peor de los casos, largo rato tardaría en preocuparse por acordarse en que pensaba, si es que lo hacía.

El sonido de la locomotora acercándose a lo lejos me despabiló del letargo, maquinalmente me paré y empecé a caminar por el andén.



-¿te arde mucho?

-pse, boludo… me está matando.

-¿tanto?

-¿te conté lo que soñaba cuando me pasó? Yo era otra persona, un pibe. Estaba pensando algo. Me venían a la mente un montón de imágenes horribles, gente muerta, gente llorando, mis manos rojas de sangre. Sin embargo yo (es decir él) estaba tranquilo.

-…pero vos (es decir él) ¿qué tenías que ver con las imágenes?

-no se, no estoy seguro…

-y vos, (es decir vos) ¿qué tenés que ver con el pibe? ¿Lo conocés? Es decir ¿te reconociste? (esto ya es un quilombo)

-no, pero no importa, no me importaba ¡no pensaba eso en el sueño! No era yo en el sueño, era él. Ahora que lo pienso creo que las imágenes que me venían a la cabeza eran recuerdos míos, es decir…

-de él…

-sacto…

-¿y qué más veías? Digo, ¿qué más era lo que veía…

-eso, solo eso. De pronto las imágenes dejaron de aparecer y una locomotora se me venía encima, fue desesperante verla tan cerca y que el cuerpo no me respondiera ¿viste cuando en los sueños te querés mover y no podés?

-si, es horrible ¿y después?

-nada, justo cuando la locomotora estaba por aplastarme me despertó la ola, y esa agua viva hija de puta pudo cagarme el resto del día con sus últimas fuerzas. Tenía entendido que las aguas vivas llegaban muertas a la playa.

-che pero el sueño…

-en una entrevista o algo así, Abelardo Castillo dijo que los sueños propios siempre aburren a los demás…

-y tanta razón tiene.


jueves, 1 de abril de 2010

La calevida

Jugar bien arriba y abajo; tener ida y vuelta; aprender a ver mis problemas desde afuera, para darles una solución sana y pacífica; calcular bien los tiempos para llegar justo a las pelotas divididas, y al trabajo; inspiración, que brote como agua de la canilla, o que forcejee un poquito para salir [¡pero que salga! ¡que empuje las piedras de barro y asome su cara al sol, como un tallito en una maceta!]; salir de uno mismo; no gritar todo, como dirían dos amigos por ahí. Son estas cosas tan deseables como difíciles. Tan inasibles como la parte de atrás de una estrella, leí en una novela de Saer. Difíciles como sacarle la sortija al tipo de la calesita, que está ahí, al alcance de todos, y que solo los que perseveran consiguen, o los que logran que alguien los banque, y los espere unas vueltitas más.
-¿Vamos?
-Esperame un cachito, dejame una vueltita más...

[si le llego a sacar la sortija no se la devuelvo, me la llevo a casa...]