martes, 17 de noviembre de 2009

La ruta que lo parió

Hay ojos que no quieren ver, hay otros que no pueden, también están los que prefieren no hacerlo. De esos nunca tuve, de los que no prefieren. Los míos creo que fueron siempre de no querer. Ese día, dentro de ese auto detenido en un semáforo cualquiera, saliendo de Resistencia, hubiera preferido que sean de los que no pueden.
Entre cuatro troncos torcidos, clavados de manera tal que formaban un cuadrado, se hallaba el hombre. Un hombre sin nombre, pero no sin rostro. Los ojos del hombre deberían ser de los que prefieren no ver. Gastaba una barba de meses, tenía la cara arrugada de necesidad y estaba vestido con harapos.
Un techo de ramas y barro unía los cuatro postes, y lo protegía del fuerte sol. Una reposera vieja y gastada, un balde, una mochila y miles de bolsitas con cosas eran todas sus pertenencias. Con la mirada fija en la nada, parecía murmurar algo, estaría sacando vaya a saber que conjeturas.
Me sentí injusto, desagradecido, asquerosamente afortunado. No pude evitar cuestionarme cuan culpable era de la suerte de aquel.

Apenas unos minutos lo miré, y la desazón que le borraba todos los gestos de la cara empezó a apretarme la garganta. No aguantaría ni dos minutos viviendo así -pensé- supongo que esas cosas son de las que se hacen y ya. ¿Y él, habrá pensado que tampoco aguantaría dos minutos? Sin embargo ahí estaba, no imagino desde cuando.

Habrá sentido mis ojos clavados, porque empezó a mirarme. Sentí tanta vergüenza que desvié la mirada, sentí haberlo insultado con mi insistencia, me sentí un atrevido.
El hombre dio algunos pasos y empezó a acercarse al auto, trataba de decirme algo, supuse que quería insultarme, o preguntarme que miraba, a lo mejor querría una ayuda, por pequeña que fuese para él sería grande. Pero no. No quería nada de eso.
El semáforo encendió la luz verde y el auto avanzó, el hombre se acercó aún más y señaló su muñeca sucia con el dedo. Miré mi celular y antes de perdernos para siempre le grité: ¡Once y media!