
Me agazapo, me hago una bolita peluda en un rincón y ruego que nadie se me acerque. Quien me ve y no me conoce, hasta puede llegar a suponerme una criatura tierna y dulce. La verdad es que estoy lejos de esa ternura, no lo soy para nada.
Me acercaron un espejito una vez, y pude comprobar que mis ojos transmiten una simpatía asombrosa. Mi naricita que se mueve al compás de mis finos y rosados labios, mostrando mis grandes paletas, conmueve a quien los mire.
Pero no, no soy tierno, ni dulce, ni siquiera amistoso. Quiero tener a los demás lejos, donde no puedan tocarme ni molestarme. También esa es una manera de asegurarme de no lastimar a nadie, cosa que no disfruto de hacer, no es que cause un gran daño, pues mis dientes diminutos no son capaces de matar, pero sí de hacer doler. Y así paso mis días, encerrado en esta prisión de cristal, que me permite ver todo lo que me pierdo. Dando vueltas en esta ruedita que si bien no me lleva a ningún lado, mantiene en forma mis músculos, evitando que se atrofien.
Me instruyo dentro de mis posibilidades, soy autodidacta, nadie se acerca ni se acercó jamás a enseñarme nada. Lo poco que se, lo aprendí solito, encerrado aquí, viendo.
Y me refugio, me cuido de la mano que me acarició y me hizo sufrir. La misma mano que me alimentó y me mimó, y tiempo después, de manera inesperada, me atormentó y me hizo doler. Es más fácil no dejarme querer y alejar a todo y a todos, quedarme solo. Quizás cuando la sombra fría de la muerte empiece a helarme los huesos, quizás ahí me arrepienta. Y digo quizás, porque si me mantengo sin querer a nadie, durante toda mi vida ¿quién va a llorar mi deceso? ¿Y en quién voy a pensar con nostalgia en mi lecho de muerte? Lo que puede pasar también es que estando con los músculos de la mandíbula duros, enfriándome de a poco, abandonando este mundo, me arrepienta de no haber querido a nadie, y me sienta solo, y mi tristeza de no ver algún ser querido acelere mi muerte.
Pero todas estas son conjeturas, la realidad es que no hubo ser que se acercara y no me hiciera sufrir. Es normal, mejor dicho es instintivo escaparle al sufrimiento. De una u otra manera tratamos de evadirlo como mejor nos sale. En mi caso no tengo tantas opciones, estando aquí encerrado no puedo hacer mucho más que alejar a todos los que se me acerquen. Con agresividad, simulando una ferocidad que en mi interior se que no poseo, pero que me es imperioso hacerles creer que sí.
Al parecer mis captores encuentran divertido despertarme de manera abrupta. Escucho sus carcajadas luego de hacerlo. La verdad es que sufro horrores. Me encuentro durmiendo plácidamente y de repente una mano me aprieta el lomo. Mi reacción, que aparentemente es la que despierta las risas, es darme vuelta lo más rápido que puedo, mostrando los dientes, con los ojos cerrados. Totalmente indefenso a pesar de mi fiereza. Supongo que mi carita llena de viruta, mostrando mis grandes paletas resulta chistosa. Hay un poder, desconocido para mí, que transforma la crueldad en algo gracioso. Debe ser el mismo poder que me depositó en esta prisión, siguiendo vaya Dios a saber que móvil me confinaron hace más de un año en esta caja transparente. Todavía no descifré que espera de mí esta gente que me mantiene aquí dentro.
Juan Bernardo relee por última vez su escrito. Corrige algunas palabras que detecta ilegibles, luego de esto le pasa el texto a su madre, quien le señala algunas faltas ortográficas. Realizadas estas últimas modificaciones, lleva la birome al comienzo de la hoja y estampa el título de su obra: “Vida roída”. La madre le sugiere algo más alegre como “El hamster Benito” o “Benito y yo”, pero Juan Bernardo no lo cree oportuno y le indica que en ese caso ella escriba al respecto y le ponga el título que quiera. Esa misma tarde, Juanber (así lo llamaban en su casa) depositó a Benito en el jardín, pidiéndole disculpas en nombre de su cruel hermano por las torturas sufridas. Le prometió no volver a encerrar a ningún semejante, y le advirtió de los peligros que lo acecharían en el futuro. De ahora en adelante, Benito estaría por las suyas, la supervivencia estaba sujeta a su astucia, a su instinto, como debería haber sido desde un principio.
Al otro día, la profesora le puso un tibio 6 al cuento de Juanber, le dijo que no era real, que: -un hamster no puede pensar y sentir todo eso-. Cierto, obviamente un hamster no podía pensar ni sentir todo eso, pero él si. Por eso lo había liberado en el parque. Ahora él estaba tranquilo y había vencido la crueldad de encerrar un pedacito de vida, solo por un caprichoso y raro placer visual.
Dedicado a mi hermanita, con todo mi cariño.
Imágen: Google
1 comentario:
Durísimo golpe a los enjauladores de mascotas. No se si los hamsters piensan, pero que que sienten no me caben dudas porque se los puede ver muertos de miedo o de tristeza del otro lado del vidrio facilmente... por algo escapan cada vez que pueden no ? Besos a prima y mi agradecimiento por habernos transmitido esas cosas desde que fue conciente de ello.
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