jueves, 24 de septiembre de 2009

Fricciones

El cartel era un pedazo de chapa, o de cartón grueso, o una lámina de algún tipo de madera. Clavado en lo alto de un árbol anunciaba: "No me olvide, a 100 mts". Quizás sin coma, quizás con un tilde que no fue puesto por olvido, o por ignorancia. Una flecha indicaba la dirección a seguir, puesta allí como al descuido, dejando en duda la veracidad de que a 100 mts hubiese algo, sea lo que fuere.
La angosta calle de tierra rocosa, apretada por altos árboles a ambos lados, zigzagueaba subiendo y bajando, atenta a los accidentes de la zona montañosa.
Altas y frondosas las copas de los árboles tapaban la iluminación dispuesta por la municipalidad- cuando no fallaba alguna lámpara- dándole una oscuridad envolvente al camino. No es lo mismo correr alrededor del llano que ofrece la Facultad de Agronomía, el club Comunicaciones y el Arquitectura, con apenas una leve inclinación cerca de la estación Arata, a las empinadas subidas y bajadas de Bariloche. Tampoco es igual el olor a humo y a mierda de gato- y por qué no de vacas y caballos- al aire frío de montaña, que duele cuando entra por la nariz, que te infla los pulmones y te empuja los mocos para afuera.
Eran las 8 cuando empecé a correr, y veinte cuando vi el cartel, y para ese entonces el sol se escondía detrás del cerro, como pidiendo permiso.
"No me olvide" un pedazo de tronco tallado se embutía en una cerca baja de madera e indicaba el lugar. Era una casa baja, de construcción sencilla,
pobremente iluminada su fachada por una tímida lamparita, en el fondo se veían un par de hamacas olvidadas, de la chimenea salía un pequeño hilito de humo. Seguí cuesta arriba por el sinuoso camino, esperando con impaciencia el declive, las rodillas ya empezaban a mandar señales de alarma "ya no tenemos 15 años" parecían decir "20 tampoco" me recordaban los muslos. El camino se cerraba cada vez más, los árboles parecían crecer algunos metros con cada minuto que pasaba.
Un ovejero alemán y un labrador aparecieron delante de mí, con los dientes afuera y la cola erguida, más asustados que yo, pero también mejor preparados para el cuerpo a cuerpo. Abrí los brazos- con la idea de aparentar mayor envergadura- y emití un sonido grave, una mezcla de palabras, una súplica con tono de grito de guerra. Me ladraron desde lejos y desaparecí de sus vidas.
El aire puro me empujaba a seguir, el reloj me avisaba que llevaba 40 minutos de carrera, me invitaba a dar otra vuelta para completar la hora, decidí hacerlo. Muy a pesar de que la oscuridad me hacía forzar la vista, el piso borroso me empezaba a producir mareos, y el silencio natural a mi alrededor me estremecía. Me quité los auriculares que me cantaban "Postal nocturna" y me concentré en el entorno. Ningún perro ladraba ya, el único ruido que se escuchaba era el de las piedras friccionando unas con otras bajo la suela de goma de las zapatillas. Los mocos me hacían tironear, jadeaba, el sudor me corría por las sienes. La luna se tapó con una nube, como arropándose con ella, los árboles rieron, y el camino se escondió aún más en ellos.
La sensación de que alguien te está mirando la conocí a través del cine, creo que era la primera vez que la sentía en carne propia. Me vino a la mente el extraterrestre de "Depredador" oculto espiando entre la maleza, pero lejos de reirme de mi ocurrencia apuré un poco más el paso. Otra vez el cartel, apenas visible ahora, me pareció ver la flecha aún, de refilón como dicen, aunque se me antojó que en vez de una flecha había una cara sonriente, pero que sonreía con malicia, no con alegría. Desde el cartel hasta la casa baja, de construcción sencilla, la oscuridad era total, el miedo empezó a tironearme de la campera -¿miedo de qué?- son solo 100 mts- pensé. A lo lejos vi la débil luz que clareaba una porción de sendero, ya más cerca de ella disminuí el paso, envalentonado por la seguridad que brinda la luz. Ya iluminado por completo por la pequeña lamparita empecé a caminar. Algo se me clavó con violencia en el muslo derecho, ingresó por atrás y perforó de lado a lado la pierna blanca de mi bermuda albiceleste. Fue desde allí y desde el tobillo que me tironearon al costado del camino, al pie de los infinitos árboles.


Foto: Mía

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